23 mar 2016

YO FUI RUNNER DEL PRIMERA PERSONA (per Aïda Camprubí)


Cuando me ofrecieron el trabajo no tenía ni idea de que se trataba. Me alucinaba la perspectiva de trabajar para Kiko Amat y Miqui Otero en un festival al que había ido varias veces y tantas otras me había quedado sin entrada por esos rotundos sold out, que me hacen quererles tanto como maldecirles. Quizás deberían alquilar el Fórum, pero tendrían que cambiarle el nombre al de Persona ‘un millón quinientos’ o El Último Mono y ya nos hemos sentido así demasiadas veces. Entonces me llamaron para hacer de runner, cuando aún pensaba que los runners eran esos seres odiosos que salen a correr vestidos como superhéroes, aspirando los humos de la ciudad, que se gastan medio sueldo en unas bambas y generalmente corren mal, jodiéndose las rodillas. Pero para estar allí, ver todos los espectáculos por delante y por detrás del escenario, sin la opción de quedarme fuera, me pondría ese maillot de alienígena y saldría a correr por donde fuera.


La vida siempre ayuda a los valientes y al final resultó que no tenía que vestir unas mallas de spandex, aunque sí correría de arriba para abajo acompañando a los artistas asistentes. Más tarde, mis compañeros me contarían que hacer de runner es algo así como cuidar de un Tamagotchi, tienes que alimentarle, distraerle y sobretodo, vigilar que no se muera antes de la actuación. Lo que me inquieto bastante porque todo el mundo sabe que los Tamagotchi son las mascotas con más índice de defunción, después de los peces y de los patitos de colores que venden en las ferias. Esperaba tener en la misión más maña de la que había tenido de niña. Es un trabajo que haría sin dudarlo una vez al mes. Tal es el antojo que llevo varios meses de practica cuidando a Cthulhu, mientras espero para reincorporarme.

Os voy a contar porque es tan adictiva esta experiencia, aunque por ello infrinja el código de honor de los runners y os muestre algún secreto de recamara que prometí guardar al artista. Mi primer cometido fue recorrer las calles del Raval con Richard Price para que aguantara el jet lag. Andamos como si fuésemos a construir una trama policiaca para The Wire, esta vez entre tiendas de discos y fanzines. Con mi compañera Ana Prata le traducimos como pudimos la conferencia Porno! y él, a cambio, nos estuvo contando como se infiltró en las filas de policías y luego en las bandas del Bronx, que le miraban con suspicacia por haberle visto subido en los coches de sus antagonistas. Esos días fuimos las afortunadas nietas de Richard Price, que nos hizo participes de sus batallas y fue una inteligentísima compañía.



Mi segunda misión era encargarme de Jon Lanford. Alguien había corrido el rumor infundado de que Jon era un hombrecillo bajito. Así que allí estaba, en la estación de Sants – en un punto que no os voy a desvelar no sea caso que este año me secuestréis a los artistas- mirado, estúpidamente, a ras de suelo. Mientras él me observaba extrañado desde arriba, porqué resultó ser dos cabezas más alto que yo. Tardamos unos minutos en darnos cuenta, en una escena que pareció una pantomima de Chaplin.

Las pruebas de sonido fueron como la seda, en diez minutos le había cogido el truco a la guitarra acústica que le trajeron. Es el tipo de músico hábil, que le sacaría buenos sonidos a la guitarra desmontable de Jad Fair, aunque estuviera sin montar. Debe ser cuestión de genética, porque después de The Mekons, Three Jones y Waco Brothers, la herencia Langford continua dando guerra y prueba de ello es su hijo mayor hardcoreta al frente de los Ungnomes.

La idea era ir a descansar, pero descubrimos que había una piscina en el ático del hotel con vistas a la ciudad. Nada mejor que una digestión al sol. No estoy segura de explicar esta parte de la historia, espero que nadie se avance y nos plagie la idea cuyos copyrights van a salvar nuestra jubilación anticipada. En nuestro oasis de piscina, cacahuetes planeadores y cervezas en el ático del Hotel, se nos ocurrió el argumento genial para The Runner, una tragicomedia donde una runner intenta las mil y una para mantener en vida a un artista suicida antes de su actuación (¡se juega el puesto de trabajo!). Tal fue nuestra inmersión en la trama que les mandamos a la organización unas cuantas fotos de Jon ahogándose en dicha piscina (que pesar de lo que pueda parecer, solo media un 1’50 de hondo). La escena del crimen pareció preocuparles menos que qué nos estuviésemos regando el hocico a esas horas de la tarde.



Cuando llegó la hora de las actuaciones, Jon estaba en su salsa hablando con Catlin Moran y Laetitia Sadier a quién ya conocía de antes. También vinieron sus fans incondicionales, John Green y su mujer, especialmente para la actuación. De golpe y porrazo estábamos rodeados de una gran familia improvisada, que se había formado de pura casualidad, pero que se avenía muy bien. Músicos, escritores, periodistas y runners integrados y disfrutando de este ambiente. Corría la ginebra – obra de Catlin y Marta Salicrú- y las buenas intenciones. Cuando Jon subió al escenario solo con su guitarra y sus movimientos curvilíneos que realizó a petición especial de Kiko Amat, fue una sensación extraña de emoción. Había pasado solo un día, pero ambos teníamos la impresión de que había abarcado una semana entera.

La noche no termino aquí, se unieron a la banda Karren del fanzine Ablaze, su amiga Aisha y el teclista de largos cabellos de Monochrome Set, John Paul Moran. Juntos fuimos a la fiesta de clausura, como si fuésemos la cuadrilla de toda la vida. Ayer volvimos a comentar la jugada con Jon, que me está echando una mano con este artículo, y me dice “lo último que recuerdo es abrazarme a John Paul en la puerta del hotel, ¡fue tan divertido que no me dormí hasta que llegué al Reino Unido!